Actuemos por un Puerto Rico digno


Leer nuevamente las portadas de nuestros periódicos llenas de noticias de corrupción gubernamental puede llevarnos a la desesperanza y a la inacción. Contratos multimillonarios a donantes y familiares, empleados fantasmas, contratos irrazonables a partidarios políticos, gastos públicos irrazonables ante la crisis, contratos altamente cuestionables en agencias que, al privatizar, en vez de buscar un servicio más efectivo buscan favorecer personas específicas. Parece que leemos un periódico de ayer hoy, y que nuestras noticias una vez confirmadas, por más que tratemos de olvidarlas, se repiten de año en año. Entiendo el sentido de impotencia y los deseos de claudicar. Pero levanto un clamor para que no desmayemos. Para que los que sabemos hacer lo bueno, salgamos a la calle y vivamos dignamente día día levantando nuestra voz para que nuestra Isla nunca pierda la esperanza de vivir de una manera más excelente.
No obstante, el primer paso en estos procesos no debe ser simplemente un mensaje de positivismo extremo. El primer paso en cualquier proceso de cambio drástico de conducta, individual y/o colectiva, es comenzar con aceptar que el problema no es del otro, que el problema es nuestro. Mientras en este país sigamos echándole la culpa al otro, pasando la papa caliente de la culpa, y no reconozcamos que la corrupción no tan solo nos rodea, sino que nos habita, no comenzaremos a transformar nuestra sociedad.
Es fácil llamarle corrupción a lo que el otro hace, y a lo que nosotros hacemos llamarle “listo”, “aguzao”, “hay que sobrevivir”, “tener calle”, “ser tártaro”, “no ser bobo”. Difícil es aceptar que la corrupción no la causa la pobreza, ni la riqueza, la falta de educación o la falta de tecnología. Todo eso es un mito de la modernidad fraguado en la idea que el alma noble del ser humano lo único que necesita para ser mejor persona es aprender más, tener acceso a más, poder ser más efectivo y pragmático en lo que hace. Lo que nos ha enseñado esa mal llamada modernidad es que lo único que necesita un corrupto para perfeccionar su corrupción es mejor educación, mejor acceso a los bienes y mejor tecnología.
Ahora bien, ese es el primer paso, pero no el más complicado. Si como pueblo, el paso más fácil no lo podemos dar, que es el reconocer que la corrupción y la maldad nos habita como individuos y como sociedad ¿Como podremos pasar al segundo? Se me sonroja la cara y me da vergüenza ajena ver a los lideres que estaban al mando de este País cuando se fraguo la crisis caminando en pasarela por los medios noticiosos y dando sus opiniones como si nunca hubiesen ocupado posiciones de poder que les sirvieran para haber impedido con el actuar correcto la debacle que se nos ha venido encima. Sin embargo, muchos le prestan sus oídos y creen en sus cantos de sirena. No obstante, ¿alguien ha escuchado un mea culpa? ¿alguien ha escuchado un peque señor, peque?
Tenemos que convencernos que ese cuento del alma noble puertorriqueña es tan quimérico como la “jaquita baya” en la que salió el poeta de Collores. Tenemos que mirar nuestra corrupción de frente, llamarle por su nombre, dejar que el hedor de nuestra propia putrefacción nos lleve a asquear y desear salir corriendo de ella. Alejarla. Desvanecerla. No con el deseo ilusorio, sino con la acción. Que deseemos profundamente el desvestirnos de la corrupción que nos cubre, nos arropa, y en efecto lo hagamos. Que deseemos vestirnos con vestiduras nuevas de dignidad, verdad, humildad, valor, respeto y que en efecto nos vistamos de ella. Que renunciemos al odio, no importa cuán justificado sea y decidamos perdonar. Que al que se le perdona su afrenta, este dispuesto a asumir las consecuencias de su afrenta y las sufra. El perdón libera el alma y el enfrentar las consecuencias de la afrenta exalta la justicia. Un pueblo que confunde el perdón o la misericordia con la marginación de la justicia es un pueblo condenado a vivir preso de su propia corrupción. Un pueblo que confunde la Justicia con la marginación del perdón y la misericordia es un pueblo que vivirá por siempre preso de la hipocresía y la doble vara. Un pueblo que comprende que el perdón y la justicia pueden cohabitar sin entrar en contradicción, es un pueblo que prospera en su alma y en su entorno social.
El arrepentimiento verdadero comienza con una confesión verdadera, pero no termina allí. El arrepentimiento verdadero nos lleva a clamar ¿Que tengo que hacer para salir de esto? ¿cómo hago lo correcto? Un clamor del corazón, del alma, que grita de hastío que ya no soporta más vivir en esa condición. Mi oración es que Dios quite de mí, y en efecto Yo me desvista de mi corrupción todos los días. Que el olor fragante de mis buenas acciones en El vayan haciendo cada vez más lejano el hedor de la putrefacción que me afectaba. Mi oración es que no desee volver a esa putrefacción, que quiera huir de ella. Que mi nariz no se acostumbre a la pestilencia, como es capaz, sino que desee el olor de la fragancia de una nueva vida, de un nuevo país.
Ese nuevo país hay que soñarlo. Ese nuevo país hay que pensarlo. Ese nuevo país hay que escribirlo. En prosa y en verso. Ese nuevo país hay que sudarlo y batallarlo. Actuemos por un Puerto Rico digno.
Escrito por: Lcdo. Juan M. Frontera Suau, Portavoz Proyecto Dignidad
